20.5.09

Ditto


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…Tengo una soledad tan concurrida, tan llena de nostalgias y de rostros de vos…
(Mario Benedetti. Rostro de vos)
Mientras ella tomaba su chamarra, de manera brusca y desesperada, e intentaba encontrar las llaves del carro dentro de su desordenada y muy espaciosa bolsa, él seguía impávido, viendo detenidamente hacia el vaso blanco, de cartón, en el que estaba su café americano, sin azúcar, que solía tomar cada mañana y noche.
Y no era que fuera su intención desviarse o hacerse el loco, para poder zafarse de la conversación en curso. Era una honesta sorpresa, por lo que había sucedido. Simplemente se había desconectado del mundo al darse cuenta de la gravedad del asunto. Del verdadero trasfondo, de lo que pasaba dentro de él.
Había comenzado todo como lo que él solía empezar. Ella era un rostro más, una persona que se cruzaba en su camino algunas veces. Una voz que contestaba sus saludos o que cruzaba cuando las preguntas eran inevitables. Para ella, él solía crearse esa idea, él era una persona sin rostro, alguien que veía en alguna reunión, que fumaba y se paseaba por donde ella solía apoltronarse y ver pasar la vida.
Y así había comenzado todo. Un día esa voz que contestaba de manera mecánica sus preguntas había tomado forma y esa persona sin rostro se había vuelto humana y se veían con curiosidad, con extrañeza, como alguien que se reconoce en el otro pero no sabe bien a bien como ir a explorar y darse cuenta que sí, es uno más de la manada.
Esos dos que se acababan de reconocer fueron empatando en gustos, pensamientos, formas de ver la vida. Los días pasaron, después los meses, hasta que un día se dieron cuenta que la vida empezaba a tomar un curso diferente y ya se reconocían como cercanos, como íntimos. Siempre juntos y siempre alejados, así es la vida se decían el uno al otro para pretextar tal situación. Así es la vida y sólo Dios puede cambiarlo, se decían para encontrar alivio.
Así las cosas. Pero lo cierto es que siempre el hilo se rompe por la parte más delgada, así lo dicen, y aquí no podía pasar otra cosa. Un día como cualquier otro, ella lo llamó y le dijo que tenía que verlo con urgencia. Cosas personales, dijo, y su voz sonaba un poco ansiosa, nerviosa, un tanto extraña se dijo él para sus adentros. La cita fue concertada en el café que acudían con regularidad, a la misma hora que siempre pactaban para platicarse sus desventuras y amoríos.
Fue cuando ella dijo lo que sentía por él, o cuando él descubrió lo que sentía por ella. No lo lograba recordar y eso le nublaba la cabeza, lo hacía sentirse mareado. Fue hasta cuando ella iba rumbo a la puerta, sin volver la vista atrás por la vergüenza de haber desnudado su alma frente a un estático y cuasi adusto ser humano, que él apenas susurró un Yo también...



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